Cuando Dios guarda silencio en una celda de Irán

16/Abr/2018

Protestante Digital- por Pau Amat

Cuando Dios guarda silencio en una celda de Irán

“Ser preso por Cristo no es fácil. Es real y no es una
experiencia agradable. Pero también es un examen. ¿Estoy dispuesto a sufrir por
mi Señor?”, dice Morad.
Desde hace décadas que el número de cristianos en Irán está
creciendo de forma vertiginosa. Los numerosos testimonios de milagros que
ocurren en ese país se siguen sucediendo. Estos relatos son verídicos, pero hay
otra cara, la que experimentan muchos presos cristianos en Irán… la cara de
un Dios silencioso y distante. Saman y Morad, dos ex presos, relatan esa sensación
de lejanía de Dios que tenían cuando estaban en la prisión y cómo Dios, a pesar
de todo, siempre estuvo presente.
“La prisión es un lugar, horrible, espantoso” dice
Morad, hombre de unos 40 años, a un compañero de Puertas Abiertas durante un
taller de asistencia postraumática organizado por un colaborador local al que
asiste junto a otros ex presos. “En los seis meses que estuve preso,
fueron ejecutadas 20 personas. Lo anunciaban por los altavoces. Algunos fueron
compañeros de celda. Era desgarrador ver el miedo a la muerte en sus
miradas.”
Morad era profesor en una iglesia. Fue arrestado cuando
estaba enseñando sobre la fe a un nuevo creyente de otra ciudad. “Nadie
sabía dónde estaba. Los interrogadores se burlaban de mí y me pateaban mientras
me hacían preguntas. Todo lo que respondía lo volvían contra mía. Hablé con
Dios: ‘Señor, estás viendo todo esto, ¿por qué lo permites?’. Pero Dios
guardaba silencio”, recuerda.
Saman también asiste al taller. En su día lideraba el grupo
de jóvenes de su iglesia, la cual crecía rápidamente. Era un creyente
convencido y apasionado, pero todo eso cambió cuando le metieron en la prisión.
“Cuando me llevaron a prisión dejé a mi madre temblando y llorando en
casa. Ella vio cómo las autoridades me llevaban a la prisión. Le partió el
corazón. Fue horrible verla pasar por eso. Me sentía tan lejos de Dios que los
primeros días ni siquiera podía orar”.
Saman luchaba con sus interrogadores, o como dice él, con el
mismo diablo. “Intentaban derrumbarme, diciéndome que no era nadie. Me
anularon la identidad”. Saman se sentía tan abandonado por Dios que llegó
a dudar de su fe. “Pensé, ‘¿esto es lo que hay? ¿He malgastado 13 años de
mi vida creyendo en Él? ¿De verdad existe?'”.
Morad y Saman se terminaron de derrumbar cuando sus amigos
se volvieron en su contra. En el caso de Morad, uno de los feligreses de su
iglesia se mostró muy enfadado, según cuenta: “Me dijo que los
interrogadores amenazaron con abusar de su hijo. Me dijo que le había arruinado
la vida porque le conduje a Cristo. Hasta testificó en mi contra ante los
tribunales”. En el caso de Saman, los interrogadores llevaron uno por uno
delante de él a sus amigos, con los ojos vendados, y a cada uno le preguntaron
de quién era la culpa de que estuvieran ahí. Y todos contestaron que de
Saman.
Dios no guarda silencio eternamente
Ambos relatos son desgarradores y no finalizan con grandes
milagros ni respuestas fáciles. Pero sus experiencias tampoco están carentes de
Dios. Cuenta Morad: “Después de uno de mis interrogatorios me acordé de
una cita de Abrahám Lincoln: ‘Al final del mundo, caigo de rodillas’, y eso es
lo que hice, me arrodillé. Y entonces Dios me habló. Me dijo ‘No digas nada,
sólo abrázame, abrázame fuerte, como si estuvieras pegado a mí'”.
Saman también encontró la paz cuando empezó a orar. “Me
enfadé muchísimo tras mi primera conversación telefónica con mi madre y mis
hermanas. Grité por los pasillos cuando me llevaban de nuevo a mi celda.
Gritaba: ‘¡No merezco esto!’ Ya en mi celda comencé a gritarle a Dios: ‘¿Dónde
estás?’ Poco a poco, mis gritos se fueron convirtieron en oraciones, cada vez
más suaves, hasta que se apoderó de mí el gozo del Espíritu Santo y empecé a
bailar y a cantar ‘¡Jesús vive, Jesús vive!'”.
Hace ya años desde el encarcelamiento de Morad. Toma café
sentado en un sillón del hotel donde tiene lugar el taller de formación.
“Si me preguntas por qué Dios guardó silencio en esos momentos, todavía no
sé la respuesta. Lo que sí sé es que me ha asignado una tarea: vivir el
Evangelio”, dice.
Saman tiene una lucha interna desde que salió de la prisión:
“cuando estaba en la prisión, percibía a Dios muy cercano a mí, pero
también lejano. Cuando salí no recibí los cuidados que esperaba de la iglesia.
Me sentía olvidado. No solamente por la iglesia, sino por Dios. Sin embargo,
nunca sentí que Dios me hubiera abandonado… Todavía no es igual, pero volveré a
sentirlo”,
Morad también lo tiene claro: “Ser preso por Cristo no
es fácil. Es real y no es una experiencia agradable. Pero también es un examen.
¿Estoy dispuesto a sufrir por mi Señor? Después de esos horribles meses que
pasé en prisión, todavía puedo afirmarlo: ‘Sí, merece la pena. Creo en Jesús y
si esto significa que tengo que sufrir, estoy dispuesto’”.